— No hay peor ciego que el que no quiere ver —

viernes, 19 de febrero de 2010

— Señor Valdemar —pregunté—, ¿está usted dormido?
No respondió, pero percibí n temblor en sus labios y repetí la pregunta una y otra vez. Al preguntar por tercera vez, todo su cuerpo se agitó levemente; sus párpados se abrieron hasta dejar a la vista una línea del blanco del ojo; sus labios se movieron lentamente, mientras en un susurro apenas audible pronunciaban las siguientes palabras:
— Sí, estoy dormido. No me despierte. ¡Déjeme morir así!
Palpé sus miembros y los noté tan rígidos como siempre. El brazo derecho, al igual que antes, seguía el movimiento de mi mano. Le pregunté de nuevo:
— ¿Todavía siente el dolor en el pecho, señor Valdemar?
La respuesta fue inmediata, pero menos audible que antes.
No hay dolor. Estoy muriendo.

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